sábado, 26 de julio de 2014

Anoche quise escribirte, pero ya era tarde. Pasaba de la medianoche y yo me debatía si debía mandarte un mensaje o no. Me reí por las noches en las que no lo pensé y simplemente lo hice. 

Pero las cosas cambiaron. 

¿Cambiaron, verdad? 

  Al final me dije que te escribiera, que no habría problema porque ya sabes lo terriblemente espontánea que soy, pero pensé -incluso con el mensaje escrito- que ya no tenía ese derecho, que ya no podía escribirte a mitad de la noche sólo para decirte que te quiero, que ya no era la dueña de tus sueños para irrumpir en ellos, que no debía quitarte horas de descanso sólo por un antojo de mi corazón. 

De mi caprichoso corazón. Anoche quise escribirte, dibujarte una sonrisa en los labios y -quizás, sólo quizás- alegrar tu día, pero entre el jurado, protagonizado por la razón, y el juez que resultó ser mi conciencia, me han negado tan atrevida petición. Para resistir mis impulsos y satisfacer mis caprichos: hurgué en mis recuerdos. Me paré de la cama y encendí la luz, recogí esa caja de madera que guardo en el closet y tomé un viaje en el tiempo; habían fotos, tantas que se me hizo imposible contarlas, notitas de mis amigas, regalos de amores pasados y tú. Si, tú estabas en una pequeña caja en mi armario. 

Estaban tus sonrisas regadas en todos lados, un botón de tu camisa que había encontrado entre mi cabello alguna vez, estaba esa foto que te tomé mientras creías que jugaba con mi teléfono. Luego miré alrededor y me levanté exaltada: no sólo estabas en mi cápsula del tiempo, estabas disperso en toda mi habitación. Encontré tus miradas acostadas en mi cama, tus cosquillas en el suelo -junto a mí-, tus sueños en mi almohada, tus palabras rebotando en las paredes, los atisbos de tus risas guindados en mi espejo y tus besos aún persiguiéndome en el armario. 

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