Lo más difícil es empezar. Y terminar. Dicen que lo que va en medio, las líneas que componen el cuerpo del texto, es lo más sencillo, lo más fácil de llevar, lo que más se disfruta. No sé, eso dicen.
Los comienzos. Los finales. Tú y yo siempre olvidamos que el texto también tiene cuerpo, que las historias también tienen un “durante”. Fuimos unos olvidadizos, unos pobres irresponsables. No comprendimos que los grandes poderes conllevan grandes responsabilidades. Que los grandes amores merecen un maldito desarrollo.

Y ahora qué. Dime qué puedo hacer. Porque a día de hoy, a veces, aunque ya no deba hacerlo, sigo repasando los momentos que viví a tu lado. No fueron demasiados. Ni muchos ni pocos. Sólo fueron los justos y necesarios para hacerte imborrable. A veces sigo pensando en los principios, en todos nuestros principios y en la falta de ellos. Nos sobraron y nos faltaron a partes iguales. Nos sobraron, como nos sobraron los anocheceres. Nos faltaron, como nos faltaron los amaneceres.
Nunca fuimos de esos que hacen las cosas como se han de hacer. Nunca fuimos juntos a cenar. Nunca fuimos juntos a lavar el coche. Nunca estuvimos juntos en ninguna boda. Nunca nos dijimos “para siempre”, pero tampoco “para nunca”. Yo siempre fui tu puerta abierta. Tu vida y tus arrugas de expresión. Tú fuiste mi último primer amor. Mi cara más bonita sin pintar. Mi precipicio emocional. Pero no recordemos nuestras carencias. No hagas que piense de nuevo en las vidas que podría haber vivido mientras esperaba a que la tuya arrancara. No me mires como sé que harías si estuvieras delante ahora. Y no, tampoco me toques la mejilla como si fuera de cristal. Te aseguro que si no me he roto ya, ahora ya no es el momento.
Te lo dije hace tiempo. Me copié de quien lo dijo, ya sabes, que “puedo vivir sin ti, pero no quiero”. Te lo dije mil veces. Y tú lo escuchaste asintiendo. Lo escuchaste sabiendo que el café se enfriaba, que tu corazón se cerraba. De nuevo. Otro final.