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Porque he de recalcar que, que mis manos, cuando te tocan, no son simples sanguijuelas, prendidas de tu carne. No. Son murallas que te quieren proteger (quieras o no) de los espíritus chocarreros, como el que hoy te lame el cutis. Pero, ya sabes cómo termina el cuento (escrito en alguna parte está. Yo recuerdo), que siempre las almas bondadosas, como la mía, se quedan añorando bocas, como la tuya.
Ana, me gustaría seguir describiendo la parábola de tus huellas sobre mi almohada, pero, en algún momento debo dormir. Lo creas o no, el cuerpo reclama por los embates del abandono, más que de costumbre, cuando el amor se viste de sueños inalcanzables. ¡Cobardía!, dirás. Es posible, pero, ¿de quién? ¿Tuya? ¿Mía?
Sé que el dolor que me está llenado de mierda el alma, tiene un solo dueño, el que viste y calza estás mismas letras que hoy ensucian tu vista. Pero, te recuerdo, que para parirlo se necesitaron dos. Ahora, que yo nos amo, y puedo cargar con tu parte, no quiero lágrimas de culpa y menos de compasión.
En fin, hay que darle tiempo al tiempo, para que las aguas se aclaren, aun cuando la mejor forma de combatir la soledad, no sea en soledad. Sin embargo, en este momento, es lo que menos hastío me causa. Quizá si le doy tiempo al tiempo, al tuyo y al mío, algún día me reiré de la gracia que hoy te cuelga de la angelical muerte que cuelga de tus labios.
Arden. Las despedidas son así de peligrosas, de malignas y furtivas, pero eso no quita que no sean justas y necesarias. Por eso ya debo decir adiós, para irme a la cama, que, a esta hora, es tan fría como la foto que me regalaste hace tres años y que guardo bajo la almohada. Aunque, en noches como esta, suele ser buena amante.
Bueno. Salúdame al que se dice dueño del olor de tu piel.
Con la sospecha de siempre, afectuosísimamente tuyo, “el que sólo puede ser tu amigo”, o sea, yo.
Posdata:
Lo que hoy me dispongo (inventarte con mis manos), sólo es alivio momentáneo, mañana ya vendrán los olores de la culpa, nada que una ducha bien fría no pueda resolver.